Las ideas de mi madreTC "Las ideas de mi madre"

 

Estaba agobiada; siempre lo
estoy cuando llega la hora de salir para el Instituto. Y más aun si todavía no
he dado la comida a la gata, ni he cerrado las ventanas, ni he terminado de
recoger los informes y de vestirme. Para colmo suena el telefono y claro, no le
hago caso pues para algo está el contestador, cuando lo conecto.

– Pronto? – pude decir
mientras mis pantalones se resistian a subir.

– Sí, soy el compañero
Bruno…

– ¿Prego? – pregunté
intentando calzarme el zapato izquierdo.

– ¿Hablo con Laura? Soy
Bruno, ¿puedo hablar en argentino?

– Sí, hola, soy Laura,
¿quién habla? ¿Bruno qué?

– Soy Bruno Valente, crítico
de cine; estoy de gira y en este momento me hallo cerca de Venecia.

– Ah! ¿Y nos conocemos? – le
pregunté tratando de mirarme al espejo cuarudo casi había terminado de
vestirme.

– En realidad conocí a tu
madre, ¡qué mujer, simpatiquísima! Me contó de vos, de los años que hace que
transitas por aquí, que trabajas en un Instituto para ancianos con problemas
mentales. Me dijo de saludarte y que esta vez no pudo mandarte nada. ¿Cómo
estás?

– Bien, gracias. Así que mi
madre te dio este número… – en realidad un comentario poco original por mi
par te, conociendo a mamá; me distraje pensando.

Sí, me contó que estás en
Vicenza, una pequeña ciudad cercana a Venecia.

– Sí, sí, así es – contesté
con bastante impaciencia al tiempo que mis pupilas se paralizaron ante las
agujas del reloj. – Disculpame pero estoy apurada: entro a trabajar a las 14.30
hs. y ya tendria que haber salido. ¿Tenés algún número dónde encontrarte?

– No, no tengo teléfono,
¿puedo llamarte esta noche?

Sí, sí, no hay problema; la
seguimos después. Gracias y disculpame de nuevo. Hasta luego.

– Chau, hasta luego.

Mientras alcanzaba el coche,
las ideas avanzaron de prisa. El problema de pasarse números de teléfono no es
que terminen en una papelera o dentro de una agenda. Esa sería otra historia.
Pero mi madre siempre fue igual, con sus ideas; no sé porque me asombro
todavía. Mi viaje favoreció su socialización en todos los sentidos y puntos
geográficos imaginables: apenas se entera que alguien viaja por Europa le da mi
numero de teléfono y dirección, un paquetito, algo que represente, de alguna
manera, su compañía.

Entonces inician los
intercambios sanos y respetuosos de estos apuntes direccionales y telefónicos.
Después de siete años de mi “viaje”, mi madre sigue con sus ideas. Desde que
estoy por aquí sigo recibiendo llamadas y hasta visitas de todo tipo: el primo
de no sé que tía de Avellaneda, que le prometieron un trabajito cerca de Forlí;
la monja de San Miguel, que viene para conocer al Papa y cree que tiene un
familiar cerca de Padua; el electricista de la vuelta de mi casa que vino a
visitar a su hermana que hacía treinta y cinco años que no veía; la hija de
Marta, la señora del quiosco de la esquina, que le salió una beca en la
Universidad de Bolonia; el hijo de Salvador, el amigo de papá, quiere hacerse
la ciudadanía italiana para ir a los Estados Unidos: “pero ese va a Calabria,
no creo que te llame” y me llamó igual; Antonio, el marido de la enfermera, que
nació en Chieti, quiere probar con la jubilación.

En fin, una serie de
personas que aparecen así, por mi vida, como recorriéndola, gracias a mi madre.

Esta vez un crítico de cine
. ¿Cómo lo habrá conocido? Y ¿para qué me habrá llamado? Dijo que no me trajo
nada.

Volví del trabajo a eso de
las nueve, destruída, abatida, apenas pude identificarme frente al espejo. Es
imposible seguir trabajando en estas condiciones: es un caos general. Entre los
pacientes, sus familiares y mis compañeros, no se sabe quien le ocasiona la
crisis a quién. Si seguimos así vamos a terminar con un internamiento
colectivo. Nosotros también necesitamos algún tipo de apoyo psicológico, cuánto
hace que lo venimos pidiendo. Menos mal que mañana no trabajo, aunque no sé si
podré recuperar la lucidez que ahora no tengo.

Estaba buscando un disco,
música para relajarme, cuando descubrí la última travesura de la gata. El
teléfono interrumpió mis intenciones punitivas; tomé el receptor intentando
dejar la mente en blanco y con un profundo respiro contesté:

– Pronto?

– ¡Hola! ¿Laura? Soy Bruno…

– ¡Ah! Hola – saludé dándome
cuenta que podía haber dejado que respondiese el contestador.

– ¿Trabajas siempre por la
tarde?

– No, hacemos turnos.
Contame, ¿cómo es que conociste a mi madre?– interrogué acomodándome en un
sillon.

– Es un poco largo. Resulta
que yo estaba buscando a Marcelo Estévez, el guitarrista; lo estuve buscando
por todos lados. Un día me presentaron a un tipo, un escritor, que te conocía y
sabía que Marcelo había sido tu novio. Por ese lado tenía que encontrarlo,
pensé y así fue como dí con tu casa. Tu madre, muy gentil, me invitó con un
café e hicimos un poco de historia. Le encanta hablar de vos.

– Perdoname, pero yo con
Marcelo Estévez no tengo nada que ver, ni idea por donde anda. Es más creo que
hace años que dejó la música. Me podés explicar mejor.

– Sí, ya sé, algo de eso me
enteré. Pero todo esto sería muy extenso de contar por teléfono, ¿por qué no
nos encontramos mañana, por la tarde? ¿Conocés Venecia? O voy yo por Vicenza.

– ¿Mañana? Tengo un montón
de cosas, ¿otro día?

– Otro día no. Es que tengo
una cierta urgencia, ¿sabés? Es por vos, por todos los que vinieron antes de
mí. Hace tiempo que estás recibiendo mensajes. Te lo pido, también, por tu
madre. Lo hablamos con calma mañana, ¿por la tarde?

Observé con atención el
receptor, como reconociéndolo, y llegué a responder:

– Está bien – dije con la
misma dicción que uso cuando hablo con mis pacientes. – A las tres en la
estación de Vicenza.

– Sí, perfecto, en la
estación, ¿dónde?

– Donde está el quiosco de
revistas, a la izquierda de las boleterías. Yo soy…

– Ya sé – me interrumpió muy
seguro – sos morena con unos ojos increíbles; tu madre me mostró unas fotos,
ahora estás más delgada y tenés el pelo lacio, ¿verdad?

– Sí – y mi tono de voz se
cargó de impotencia. – ¿Podés a las tres?

– Sí, no te preocupes,
también me contó que sos muy puntual; nos vemos mañana.

Abandoné el teléfono
recreando, de algún modo, el diálogo que pudo tener mi madre con Bruno, “el
crítico de cine”.

No pude disfrutar de la
música y, como el sueño no llegaba, las ideas iniciaron su invasión silenciosa
y salvaje. Mi noviazgo con Marcelo, el músico, eramos adolescentes. La época de
la Universidad, cuando apareció Pablo, el escritor, con su arte y sus mentiras.
La crisis número no sé cuanto del país. La ley que, gracias a una montaña de
papeles, me dió una nueva ciudadanía, la italiana.

Recordé también lo que
señaló mi madre al recibir una de mis fotos: “Espero que la linda sonrisa, que
brilla en tu cara, nunca se apague, aunque amargas lágrimas, cada tanto,
oscurecen la luz de tu alma.”

Cuando nos encontramos eran
las tres en punto y no hacía tanto frío. Me ubicó enseguida y se acercó con una
sonrisa tibia y decidida.

– Hola, soy Bruno – se
presentó, mientras trataba de saludarme con un beso.

– Hola, ¿llegaste bien? –
pregunté extendiendo mi mano, evitando así que superara el límite de acceso.

– Sí, gracias – contestó
aceptando el saludo. – Hace cuarenta minutos que estoy dando vueltas, no quería
llegar tarde. ¿Qué hacemos? ¿Para dónde vamos?

– Mejor vamos para el
centro, es cerca, hay bares más pasables y tranquilos – lo invité saliendo lo
antes posible de la estación.

– Como vos quieras.

Durante el camino hablamos
de todo un poco: del viaje, de la Argentina, de los temas clásicos en dos
personas que acaban de conocerse, del que llega y del que está. Yo trataba de
adelantar la conversacion: la curiosidad me apuraba. Igual nos perdíamos en
temas sin importancia y un cierto nerviosismo empezó a visitarme.

Llegamos a la zona histórica
del centro, la más bonita para mí. Entramos al Bar Castello, uno de los más
antiguos y característicos; también uno de los más tranquilos. Nos acomodamos
en mi ángulo preferido: el de la izquierda, tiene una graciosa ventana y está
lejos de la entrada que, por lo general, distrae y confunde.

Bruno pidió un café cortado
y yo mi cotidiano “capuccino” con cacao. Como había poca gente, normal a esa
hora, el mozo volvió muy pronto con el pedido. Cuando tuvimos las tazas sobre
la pequeña mesa le pregunté a Bruno, sin tanta tertulia:

– ¿Me podés explicar ahora
de qué se trata?

– Te cuento; te dije que la
historia es un poco larga y …

– Resumila – lo interrumpí
con la mirada ansiosa – dijiste que sos un crítico de cine.

– Qué brillante lo tuyo? –
admitió de pocas ganas. – Resulta que yo no estoy buscando a Marcelo. Mejor
dicho, quería verlo porque pensaba que estaba con vos. Creo que vos me estás
necesitando, ¿qué lugar me estás dando? – su voz era siempre más misteriosa y
cercana.

Traté de no pensar, quería
comprender y quise alcanzar su mirada. Pero no pude: me dí cuenta que sus ojos
eran transparentes, sin consistencia; su expresión se volvía cada vez más
interrogante y espejada.

Tuve que pensar. Recordé a
mi madre, cuando le comuniqué la decisión que había tomado, la de dejar una
historia para intentar otra; como lo tuvo que aceptar, como supo acompañarme en
este proyecto tan incierto y distante.

Bruno sacudió mi mano, como
si ya no me quedase tanto tiempo, y agregó:

– Tal vez no fui tan claro.
¿Cómo pensas recomponer tu historia, nena?

– No entiendo  – dije confundida.

– Tuviste muchos mensajes,
partes de mí, esos visitadores peregrinos que llegaban gracias a tu madre.
¿Dónde están todas las fuerzas que puse en vos antes de encenderte?

Encendí un cigarrillo,
aspiré profundamente y coloqué las manos sobre la taza como si quisiera
conjurar los poros del café.

Volví a refugiarme en mis
ideas, con el peso de la nostalgia que se hacía sentir cada vez más. Empecé a
comprender. “Esa serie de personas que aparecían asi, por mi vida, como
recorriéndola, gracias a mi madre.” Personajes que se asoman a mi memoria
evocando lo que no me pude traer.

Me sentía desbastada,
alejada; ahora era yo la que tenía la mirada transparente y la memoria a
pedacitos. Bruno intentó acompañarme. Apoyó suavemente su mano sobre la mía
queriendo alcanzar mi mundo a través de una caricia, de una mirada.

– Honestamente, Laura – me
preguntó con una voz un poco más cariñosa aunque yo no podía verlo – ¿qué lugar
me dejaste? ¿Cómo pensabas contenerme?

Reflexioné aún por un
momento. Cuando levanté la vista me encontré sóla, sóla con mi memoria.

 

 

 

 

 

 

 


(TRADUZIONE)

 

Le idee di
mia madre
TC
"Le idee di mia madre"

TC ""

Ero disfatta: lo sono sempre
quando arriva l’ora di uscire per l’istituto. E anche di più se non ho ancora
dato da mangiare alla gatta, né chiuso le finestre, né finito di raccogliere le
schede e di vestirmi. Per colmo suona il telefono e, chiaro, non ci faccio caso
poiché c’è comunque la segreteria telefonica, quando la inserisco.

– Pronto? – riuscii a dire
mentre i miei pantaloni facevano resistenza a venir su.

– Sì, sono il compagno Bruno…

– Prego? – chiesi cercando
di mettermi la scarpa sinistra.

– Parlo con Laura? Sono
Bruno, posso parlare in argentino?

– Sì, ciao, sono Laura, chi
parla? Bruno chi?

– Sono Bruno Valente,
critico di cinema; sono in giro e in questo momento mi trovo vicino a Venezia.

– Ah! E ci conosciamo? – gli
chiesi guardandomi allo specchio avendo quasi finito di vestirmi.

– In realtà ho conosciuto
tua madre. Che donna simpaticissima! Mi ha raccontato di te, degli anni ormai
che ti trovi qui, che lavori in un istituto per anziani con problemi mentali.
Mi ha detto di salutarti e che questa volta non ha potuto mandarti niente. Come
stai?

– Bene, grazie. Così mia
madre ti ha dato questo numero… – in realtà un commento poco originale da parte
mia, conoscendo mamma; mi distrassi pensando.

– Sì, mi ha raccontato che
stai a Vicenza, una piccola città vicino a Venezia.

– Sì, sì, esatto – risposi
con sufficiente impazienza mentre le mie pupille si paralizzarono sulle
lancette dell’orologio. – Perdonami ma sono di fretta: inizio a lavorare alle
14.30 e avrei dovuto già essere uscita. Hai un numero dove posso trovarti?

– No, non ho telefono, posso
chiamarti questa sera?

– Sì, sì, non c’è problema;
continuiamo più tardi. Grazie e perdonami di nuovo. A presto.

Mentre avanzava la macchina,
le idee avanzavano in fretta. Il problema di scambiarsi i numeri di telefono
non è che finiscono in un fermacarte o in un’agenda. Questa sarebbe un’altra
storia. Ma mia madre è sempre la stessa, ha le sue idee; non so perché continuo
a meravigliarmi. Il mio viaggio ha favorito la sua socializzazione in tutti i
sensi e i punti geografici immaginabili: appena viene a sapere che qualcuno
viene in Europa gli dà il mio numero di telefono e l’indirizzo, un pacchetto,
qualcosa che rappresenti, in qualche modo, la sua compagnia.

Allora iniziano gli scambi
sani e rispettosi di questi appunti vari e telefonici. Dopo sette anni dal mio
“viaggio”, mia madre persiste nelle sue idee. Da quando sto qui continuo a
ricevere chiamate e persino visite di ogni tipo: il nipote di non so quale zia
di Avellaneda, a cui avevano promesso un lavoretto vicino a Forlì; la suora di
S. Miguel, che viene a conoscere il Papa e crede di avere un familiare vicino a
Padova; l’elettricista all’angolo di casa che è venuto a visitare sua sorella
che non vedeva da trentacinque anni; la figlia di Marta, la signora
dell’edicola all’angolo, che ha vinto una borsa dell’Università di Bologna; il
figlio di Salvador, l’amico di papà, vuole farsi la cittadinanza italiana per
andare negli Stati Uniti, “ma questo va in Calabria, non credo che ti chiami” e
mi chiamò lo stesso; Antonio, il marito dell’infermiera, che è nato a Chieti,
vuole provare con la pensione.

Infine, una serie di persone
che appaiono così, per la mia vita, come inseguendola, grazie a mia madre.

Questa volta il critico di
cinema. Come lo avrà conosciuto? E perché mi avrà chiamato? Dico che non mi ci
raccapezzo.

Tornai dal lavoro verso le
nove, distrutta, abbattuta; riuscii appena a riconoscermi di fronte allo
specchio. È impossibile continuare a lavorare in queste condizioni: è un caos
generale. Fra i pazienti, i loro familiari e i miei colleghi, non si sa chi
causa la crisi a chi. Se continuiamo così finiremo con un internamento
collettivo. Anche noi abbiamo bisogno di qualche tipo di sostegno psicologico,
da quanto lo veniamo chiedendo. Meno male che domani non lavoro, anche se non
so se potrò recuperare la lucidità che adesso non ho.

Stavo cercando un disco,
musica per rilassarmi, quando scoprii l’ultima monelleria della gatta. Il telefono
interruppe le mie intenzioni punitive; presi la cornetta cercando di lasciare
la mente in bianco e con un profondo respiro risposi:

– Pronto?

– Ciao! Laura? Sono Bruno…

– Ah! Ciao – salutai
rendendomi conto che avrei potuto lasciar rispondere la segreteria.

– Lavori sempre il
pomeriggio?

– No, facciamo i turni.
Dimmi, com’è che hai conosciuto mia madre? – interrogai sistemandomi in una
poltrona.

– È un po’ lunga. È che
stavo cercando Marcelo Estévez, il chitarrista; lo stavo cercando dappertutto.
Un giorno mi presentarono un tipo, uno scrittore, che ti conosceva e sapeva che
Marcelo era stato il tuo fidanzato. Seguendo questa pista lo avrei trovato,
pensai, e fu così che capitai a casa tua. Tua madre, molto gentile, mi invitò a
prendere un caffè e abbiamo fatto un po’ di storia. L’affascina parlare di te.

– Perdonami, ma io non ho
niente a che fare con Marcelo Estévez, né idea di dove sia. Per di più credo
che siano anni che ha lasciato la musica. Mi puoi spiegare meglio?

– Sì, lo so, sono venuto a
sapere qualcosa. Ma tutto ciò sarebbe molto lungo da raccontare per telefono,
perché non ci incontriamo domani, nel pomeriggio? Vieni a Venezia o vengo io a
Vicenza?

– Domani? Ho un sacco di
cose da fare, un altro giorno?

– Un altro giorno no. È che
ho una certa urgenza,  sai? È per te,
per tutti quelli che sono venuti prima di me. È da tempo che stai ricevendo
messaggi. Te lo chiedo, anche, per tua madre. Ne parliamo con calma domani, nel
pomeriggio?

Osservai con attenzione la
cornetta, come lo riconoscessi, e arrivai a rispondere:

– Va bene – dissi con la
stessa intonazione  che uso quando parlo
ai miei pazienti. – Alle tre nella stazione di Vicenza.

– Sì, perfetto, nella
stazione, dove?

– Dove c’è l’edicola, a
sinistra della biglietteria. Io sono…

– Lo so – mi interruppe
molto sicuro – sei mora con occhi incredibili; tua madre mi ha mostrato delle
foto, ora sei più magra e hai i capelli sciolti, vero?

– Sì – e il mio tono di voce
si caricò di impotenza – puoi alle tre?

– Sì, non preoccuparti, mi
ha anche detto che sei molto puntuale: ci vediamo domani.

Lasciai il telefono
ricreando, in qualche modo, il dialogo che aveva potuto avere mia madre con
Bruno, “il critico di cinema”.

Non potei godere la musica
e, poiché il sonno non arrivava, le idee iniziarono la loro indagine silenziosa
e selvaggia. Il mio fidanzamento con Marcelo, il musicista: eravamo
adolescenti. L’epoca della università, quando apparve Pablo, lo scrittore, con
la sua arte e le sue menzogne. La crisi numero non so quale, del paese. La
legge che, grazie a una montagna di carte, mi diede una nuova cittadinanza,
quella italiana.

Ricordai anche ciò che
osservò mia madre ricevendo una delle mie foto: “Spero che il bel sorriso che
brilla nel tuo viso, non si estingua mai, anche se lacrime amare, ogni tanto,
oscurano la luce della tua anima.”

Quando ci incontrammo erano
le tre in punto e non faceva troppo freddo. Mi individuò subito e si avvicinò
con un sorriso tiepido e deciso.

– Ciao, sono Bruno – si
presentò mentre cercava di salutarmi con un bacio.

– Ciao, fatto buon viaggio?
– chiesi allungando la mano, evitando così che superasse il limite di accesso.

– Sì, grazie – rispose
accettando il saluto. – Sono quaranta minuti che sto facendo su e giù, non
volevo arrivar tardi. Che facciamo? Dove andiamo?

– Meglio andare in centro, è
vicino, ci sono bar più carini e tranquilli – lo invitai uscendo il più davanti
possibile dalla stazione.

– Come desideri.

Durante il cammino parlammo
di tutto un po’: del viaggio, dell’Argentina, degli argomenti classici tra due persone
che iniziano a conoscersi, del più e del meno. Io cercavo di portare avanti la
conversazione: la curiosità mi metteva fretta. Ci perdemmo lo stesso in
argomenti senza importanza e un certo nervosismo cominciò a visitarmi.

Arrivammo alla zona storica
del centro, la più bella per me. Entrammo nel Bar Castello, uno dei più
tranquilli. Ci accomodammo nel mio angolo preferito: quello di sinistra, ha una
graziosa finestra ed è lontano dall’entrata che, in generale, distrae e
confonde.

Bruno ordinò un caffè
ristretto ed io il mio quotidiano capuccino con cacao. Poiché c’era poca gente,
normale a quell’ora, il ragazzo tornò subito con l’ordinazione. Quando avemmo
le tazze sul tavolino chiesi a Bruno, senza troppo tergiversare:

– Mi puoi spiegare adesso di
che si tratta?

– Te lo spiego: ti ho detto
che la storia è un po’ lunga e…

– Riassumila – lo interruppi
con lo sguardo ansioso – hai detto che sei un critico di cinema.

– Che attacco brillante! –
ammise malvolentieri. – È che non sto cercando Marcelo. O meglio, volevo
vederlo perché pensavo stesse con te. Credo che tu abbia bisogno di me, che
posto mi stai dando? – la sua voce era sempre più misteriosa e vicina.

Cercai di non pensare,
volevo capire e desiderai incrociare il suo sguardo. Ma non potei: mi resi conto
che i suoi occhi erano trasparenti, senza consistenza; la sua espressione
diventava sempre più interrogativa e specchiata.

Dovetti pensare. Ricordai
mia madre, quando le comunicai la decisione che avevo preso, quella di lasciare
una storia per provarne un’altra; come dovette accettarlo, come seppe
accompagnarmi in questo progetto tanto incerto e distante.

Bruno scosse la mia mano,
come se non mi restasse ormai troppo tempo, e aggiunse:

– Forse non sono stato
troppo chiaro. Come pensi di ricomporre la tua storia, bambina?

– Non capisco – dissi
confusa.

– Hai avuto molti messaggi,
parti di me, quei visitatori pellegrini che arrivavano grazie a tua madre? Dove
sono tutte le forze che mettesti in te prima di accenderti?

Accesi una sigaretta,
aspirai profondamente e misi le mani sulla tazza come volessi vaticinare con le
particelle del caffè.

Tornai a rifugiarmi nelle
mie idee, con il peso della nostalgia che si faceva sentire sempre di più.
Iniziai a capire. “Quella serie di persone che apparivano così, per la mia
vita, come inseguendola, grazie a mia madre.” Personaggi che si affacciano alla
mia memoria evocando ciò che non potevo tirar fuori.

Mi sentivo spossata,
lontana; ora ero io ad avere lo sguardo trasparente e la memoria a pezzi. Bruno
si offrì di accompagnarmi. Appoggiò soavemente la sua mano sulla mia volendo
raggiungere il mio mondo attraverso una carezza, con una occhiata.

– Onestamente, Laura – mi
chiese con una voce un poco più affettuosa benché non potessi vederlo – che
posto mi hai lasciato. Come pensavi di contenermi?

Riflettei ancora per un
momento. Quando alzai gli occhi mi trovai sola, sola con la mia memoria.

 

 

 


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